Antes cuando volvía de vacaciones, me sumía en una profunda depresión durante varios días. Días en los que planeaba dejar la vida sedentaria y de una ponerme a escribir una novela exitosa, o bien irme a Africa a cuidar niños pobres como todas las famosas. Hasta una vez conseguí irme de pruebas con una ONG sospechosa llamada Humana. Sí, todavía existe, y vende ropa usada que tú les regalas para quitártela de encima. Nos llevaron de proyecto piloto a una granja en Dinamarca que era de lo más variopinto. Yo tenía unos 30 años y ya me vi mayor para la aventura. Seis meses aprendiendo en esa granja a cuidar la tierra -llena de bichos, por cierto-, a hacer labores del hogar por turnos tipo gran hermano -yo por entonces ya tenía una chica que venía por horas a limpiar mi propia casa de vez en cuando- y a alimentar ganado y pedir donativos entre el tráfico de Copenhague a diez o veinte bajo cero. Una avispa y una cucaracha danesas me hicieron ver que aquéllo no iba a ser lo mio. Un amigo también.
Ahora cuando vuelvo de vacaciones agradezco el silencio reinante a mi alrededor. Una computadora para mí sola, un aire acondicionado para mí sola, cafés con leche sin el peligro de que nadie los derrame y unas horas para poder pensar en algo que mida más de medio metro.
Hoy recordaba las cosas que ya no vuelven. Las madrugadas de baile sin consecuencias ni condiciones. Y cuando la responsabilidad era eso que adquirías sólo en horas de oficina.