
Viajar ha dejado de ser un lujo para convertirse en un riesgo. Te subes a un avión cualquiera, para visitar a tu familia lejana de Detroit pasando por Amsterdam, y un tipo que se te sienta al lado se siente mal durante el viaje, va al baño durante mucho rato, pero a ti qué te importa, es que le vas a vigilar porque sea negro acaso? Cuando vuelve pide una manta, tú opinas que más bien hace calor, pero nada que objetar, y al cabo de unos minutos los genitales de tu compañero de asiento están ardiendo.
La primera vez que tuve que tomar un vuelo después del 11S era a la cándida e inocente Florencia, y aún así revisé con mi escrutadora mirada a cada uno de los pasajeros que volaron conmigo. Ninguno llevaba cazadoras abultadas ni tan siquiera un pañuelo en la cabeza, pero confieso aquí que hubo dos árabes, que hablaban árabe, y que a mí no me dejaron conciliar el sueño durante todo el viaje. Cuando uno de ellos se levantó en mitad del trayecto para dirigirse a los lavabos, fuimos varios los que giramos descaradamente la cabeza para seguirle con la mirada. Es triste que así fuera, pero qué le voy a hacer.
Ahora incrementarán las medidas de seguridad en vuelo. Quizá ya no podamos ni llevar calzado. Quizá tengamos que desnudarnos antes de subir al avión si al policía se le antoja, y comprarnos ropa nueva en la zona franca del aeropuerto. Nos revisarán con esas máquinas que te desnudan por dentro y por fuera. Y haremos largas colas en las que siempre nos precederá una señora que se lamenta porque tiene que abandonar en taquilla su colonia de sesenta dólares.
Y sin embargo, el ingenio para hacer el mal puede ser infinito. Y lo que para unos se llama el mal, para otros se llama el bien. La vida está llena de matices y de promesas.
A mí ya no me importa que me intercepten las comunicaciones que mantengo con mi pareja ni tampoco las que pueda mantener en el futuro con cualquier clase de sujetos, siempre y cuando las utilicen para atrapar a los malos. Y siempre que los malos estén del otro lado de la pared.
La primera vez que tuve que tomar un vuelo después del 11S era a la cándida e inocente Florencia, y aún así revisé con mi escrutadora mirada a cada uno de los pasajeros que volaron conmigo. Ninguno llevaba cazadoras abultadas ni tan siquiera un pañuelo en la cabeza, pero confieso aquí que hubo dos árabes, que hablaban árabe, y que a mí no me dejaron conciliar el sueño durante todo el viaje. Cuando uno de ellos se levantó en mitad del trayecto para dirigirse a los lavabos, fuimos varios los que giramos descaradamente la cabeza para seguirle con la mirada. Es triste que así fuera, pero qué le voy a hacer.
Ahora incrementarán las medidas de seguridad en vuelo. Quizá ya no podamos ni llevar calzado. Quizá tengamos que desnudarnos antes de subir al avión si al policía se le antoja, y comprarnos ropa nueva en la zona franca del aeropuerto. Nos revisarán con esas máquinas que te desnudan por dentro y por fuera. Y haremos largas colas en las que siempre nos precederá una señora que se lamenta porque tiene que abandonar en taquilla su colonia de sesenta dólares.
Y sin embargo, el ingenio para hacer el mal puede ser infinito. Y lo que para unos se llama el mal, para otros se llama el bien. La vida está llena de matices y de promesas.
A mí ya no me importa que me intercepten las comunicaciones que mantengo con mi pareja ni tampoco las que pueda mantener en el futuro con cualquier clase de sujetos, siempre y cuando las utilicen para atrapar a los malos. Y siempre que los malos estén del otro lado de la pared.