Mis hijos duermen poco, o será que a mí siempre me parece demasiado temprano cuando abren el ojo. Y sin embargo, a veces te sorprenden haraganeando bajo las sábanas. Nunca en domingo, claro está.
Mientras mi pequeña estaba sumida en un sueño profundo un martes, y la hora de ir al cole se acercaba peligrosamente, decidí despertarla -cosa que odio hacer- subiendo la persiana y con varios besos de amor de madre. Mi hija se desperezó lentamente y lo único que dijo fue: te puedes ir mamá?
Yo me sentí ofendida ante tanto desprecio, me levanté y me fui, claro, pero luego le hice ver que los gestos de cariño no se responden con semejante falta de tacto. Ella tiene tres años, no entendió mucho pero dijo que ok.
Al día siguiente ídem de ídem, subo la persiana e igualmente me acerco a ella -eso sí, menos efusiva en mis roces- para impulsarla hacia arriba. Y entonces abre los ojos, me mira, se lo piensa, y me suelta: quiero estar sola, mami.
Es como pensar que has vuelto a nacer.
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