Hay un momento que es crucial para tu futuro inmediato cuando estás pariendo, pero no te das cuenta porque estás bajo los efectos de la anestesia, las contracciones y el chute de oxitocina. Suele suceder al mismo tiempo que un médico que acaba de terminar la carrera de medicina, o eso te parece a ti, te mete la mano dentro de la pelvis y la saca triunfal diciendo 'sí, ya está dilatada de cuatro'. Pero lo dice sin mirarte siquiera, porque en realidad habla con la comadrona y tú eres sólo la cabeza entre piernas que se queja como si fuera una coneja. Ahí por fin que alguien te habla por encima de tus piernas, y es una enfermera que llega con su bloc de notas y te pregunta respetuosamente: le darás el pecho a tu hija? Sí, respondes entre contracción y contracción y antes de que te coloquen la anestesia epidural. Ni cuenta te has dado de que acabas de decidir tu vida para los próximos cuatro o seis meses, por lo menos.
A continuación empujas y empujas hasta que con uñas, dientes y brazos sacas a tu hija por la pelvis y te la ponen en los brazos apenas asoma el morro. Te la sujetan al pezón entre su grasa y la tuya, y contemplas extasiada entre lágrimas cómo succiona. Ahí se queda, enganchada a tu pezón izquierdo, porque el derecho está entre cables de goteros y vías en la mano para sujetarlos. Y una y otra vez succiona, para sacarte el calostro que tanto la va a alimentar mientras te estimula la subida de leche.
Los siguientes tres días serán cruciales si quieres tener leche, te dice la enfermera ya en la habitación. Cada cierto rato, póntela al pecho. Y esa frase tan inofensiva, será tu cruz y tu santo y seña. Cada vez que te quejes, que pidas desesperada que se lleven la niña a un nido para poder dormir, que aúlles de dolor por las heridas de tu pezón izquierdo, cada una de esas veces, habrá una enfermera de eso que llaman en los hospitales modernos 'nursery' que venga y con la mejor de sus sonrisas te diga 'póngala al pecho'.
No importa cuánto duela y lo poco que duermas. Póngala al pecho, repetirán como autómatas todas ellas. Dónde está la ginecóloga que defiende mis intereses y no los de la niña, preguntarás. La ginecóloga ya hizo su trabajo, señora, te dirán con desprecio. Ahora la que tiene que salir adelante es ella, y usted tiene que producir la leche que la suba de peso. Así que... póngala al pecho.
La segunda noche pido un chupete para que no me destroce las tetas. Me miran con desprecio y me niegan la mayor. La tercera noche pido a mi marido que amenace a la enfermera talibán con un cuchillo de la cena y le pida un biberón de leche artificial a las tres de la mañana. La enfermera teme por su vida y sólo por eso trae el biberón. Pero la muy cafre se lo quiere dar en jeringuilla. Claro, la niña rechaza la leche y ella opina que es que no tiene más hambre. Le pregunto alucinada porqué no se lo da con la tetina como se dan todos los biberones, y me responde que como le doy pecho a mi hija que la tetina está contraindicada para que no se malacostumbre. La volvemos a amenazar con el cuchillo de la cena y entonces ella saca la tetina y se la coloca al niño en la boca, que se traga el biberón como si fuera lo único que ha comido en su vida. Cafre de mujer.
Y aquí estoy, que si no es porque mi hija acabó en la zona de neonatos por un tema de ictericia, y me encontré con enfermeras que ya no eran talibanes sino seres humanos, hubiera mandado la lactancia materna a hacer puñetas en menos de cuarenta y ocho horas. Seguirá.