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martes, 9 de septiembre de 2014

Nadie me pide nada...


Mamá, pero dónde te vas cuando nos dejas en el cole? Al trabajo, hijo, respondo mecánicamente mientras miro la pantalla del samsung. Pero si tú no tienes trabajo! Levanto la mirada y no sé qué cara poner. Ah, pues es verdad, le digo. Pero tengo una oficina de coworking, vale? Le contesto. De qué? me dice. Una oficina desde donde hago 'mis cosas'. Qué cosas? Pues gestiones, bancos, declaraciones de ivas, un blog, y además me estoy reciclando y cobro del paro. Podíase decir que ahora mamá está 'empleada' por el Estado hasta que cobre de otro (o hasta que se acabe el plazo). 

Mi hijo pone cara de no entender a los mayores, la misma cara que cuando le digo que no tenemos dinero y me dice que me vaya al cajero que ahí me dan más. 

El veranito se acabó, con su playita, su horchata valenciana, a la que mi hijo no renuncia y la sigue pidiendo en cada bar catalán al que vamos y aunque se la nieguen todos los días, su pesca de cangrejos y sus paseos por la orilla del mar. A cambio, han vuelto el pilates, los horarios escolares, el café a media mañana leyendo mails, los bancos reclamando pagos y las gestiones de todo tipo. 

Pero es rara la libertad. Correr a una oficina a refugiarte porque te lo pide el cuerpo -y el bolsillo- pero sin jefes, sin excusas, sin escondidas cuando quieres escribir un post o mirar el face. Resulta que ahora tengo menos tiempos muertos que antes, ahora que hago coworking y comparto el espacio con personas que profesionalmente no me tocan en nada, tampoco puedo colgarme del teléfono con una amiga lejana para saber qué tal le va y casi ni miro el face para saber de mis amigos. Cuando estoy libre, pues me voy a la calle y punto. 

Pero les echo de menos. A mis jefes, al último y también a los anteriores, con sus prisas, sus miradas, sus exigencias y sus manías. Y más aún a mis compañeros, con los que a veces no intercambiaba más de cuatro palabras, pero estaban ahí para un café o para una sonrisa. Ahora tengo otros, pero nunca me piden nada.