Quién debería decidir si una empleada se va o se queda de la empresa? Los jefes, o sus propios compañeros? Y si la convierten en moneda de cambio? O ella o tu prima anual, ésa por la que tanto has madrugado/trasnochado y con la que ya cuentas para pagar las facturas de electricidad o las extraescolares de tu hijo. Si ella se va a la calle, tú cobras tu prima. Si ella se queda con su puesto de trabajo, tú te quedas sin prima. Y lo decides tú, en pura democracia asamblearia junto con tus otros compañeros. Sus compañeros. Así no podrás restregarle a tu jefe que es un rastrero que impone medidas abusivas contra tus derechos sociales.
Eso mismo le pasa a Marion Cotillard en Dos días, una noche, por culpa de los Hermanos Dardenne, que la meten en un complejo dilema de cruces de intereses, necesidades y miedos y convierten a su personaje en una chica atormentada por las circunstancias de su vida y que no sabe cómo ni cuándo ni para qué.
Dos días para convencer a tus compañeros de que apuesten por ti. Para que tu sigas trabajando, ellos tienen que hacer renuncias, y les miras a las caras y se lo pides. Renuncias, disputas familiares, dilemas morales. Puerta a puerta, piel frente a piel, en una época en que casi todos nos enfrentamos a los demás por escrito y de modo virtual, a través de una ventanita de una computadora.
Y Marion va descubriendo que lo que parecía un fin en sí mismo, conservar su trabajo, no era más que una posición, y lo que subyacía era una necesidad vital de reconocimiento, de valoración, de estima. Dos días y una noche para convencerlos, y también para descubrirlo.