Tenía un buen libro sobre el que escribir. Pero tendrá que esperar.
Primum vivere deinde filosofare. Y eso que el libro también iba sobre la vida misma, pero me urge más otro dilema que me corroe desde hace meses y que ayer me enfureció completamente.
Llamo a una amiga a la que no veo hace tiempo. La noto agobiada, con la voz cansada, con el altavoz del coche en mitad de la mañana, porque la llamaron del colegio. Sus dos hijos enfermos a la vez. La mayor con un tremendo dolor de barriga. El pequeño con escozor en los ojos. Lo de menos son las dolencias en concreto. Ella deja su trabajo a toda prisa, abandona cualquier asunto laboral, y se pone en marcha para ir a rescatar a sus retoños.
Me cuenta que lleva días debatiéndose consigo misma y peleando con su padre, por ver quién y de qué modo operan a su hija de apendicitis. Cada maestrillo tiene su librillo y cada médico su modus operandi, y decidirse no es fácil. Qué dice el padre de las criaturas, pregunto yo inocentemente. Bueno, me dice, el padre de las criaturas no sabe nada al respecto. Resulta que está en medio de la crisis de los cuarenta, preguntándose si está donde quería a su edad, si ha hecho lo que quería con su vida, si tiene espacio suficiente para desarrollarse como ser humano... y claro, con esa perspectiva, pa qué le voy a deprimir más todavía? Es más, pa qué le voy a explicar algo, que me mire insondable, y me quede como estaba?
Y me dice que lleva tantos años decidiendo ella sola sobre las cosas que les pasan a sus hijos, que la novedad sería lo contrario.
Y entonces me acuerdo de otra amiga que me comentó algo muy muy similar hará tres semanas. Mientras ella se peleaba con médicos y seguros para conseguir un quirófano gratis, su marido le preguntaba si al niño había que hacerle algo.
Y entonces me acuerdo de una tercera amiga, que corría por los pasillos de un hospital, negándose a que intervinieran a su hijo si no se lo decía un médico con canas en las sienes, mientras su marido, déjame pensar, estaba terminando algún juicio.
Y de nuevo pienso en otra. Esta es una ejecutiva de seguros, y se ríe mientras me cuenta que su marido es un tronco y jamás de los jamases se despierta cuando sus hijos lloran por la noche. Y que ya ha hecho tarde para cualquier otro plan. Tiene treinta y dos años.
Todas ellas trabajan, toman decisiones importantes por las mañanas, tienen que estar con la cabeza despejada y bien peinada, por no hablar de maquilladas y bien vestidas, para ganarse el pan de cada día. Ah, pero cuando suena el teléfono de la guardería salen disparadas. Por las noches velan a los niños enfermos y entremedio las conocen en todas las farmacias de un kilómetro a la redonda de sus casas.
De quién es la culpa de que nos hayamos convertido en una mala copia de esas madres nuestras a las que tanto hemos criticado? Digo mala copia porque no somos como ellas. Nuestras madres tenían asumido que su tiempo no existía, era todo para dedicarlo a los demás. Nosotras, en cambio, seguimos necesitando espacios propios para subsistir en esta jungla, para no ponernos a chillar cuando les cambia el humor a nuestros hijos y lo tiran todo por los aires, para conservar la calma cuando al marido le dan las dudas existenciales. Incluso para consolar a un padre o a una madre que ya no encuentra su sitio entre nosotros.
Ahí va eso. Yo creo que la culpa es nuestra. Y los otros se dejan querer. Ponte que el que pariera fuera tu marido. Después de acostumbrarte a que la barriga la sufriera y gozara él, el parto pasara por su vagina, y el amamantamiento no le dejara dormir durante los primeros cuatro meses, dime sinceramente, no dejarías que siguiera la tendencia? Quién podría romper esa inevitable cuestión de amor paterno si no fuera él mismo?
Por cierto, de eso va el libro que quería comentar también. Se llama
Historia de un matrimonio, de Andrew Seen Greer, y sólo daré un detalle al respecto. Pearlie Cook, la prota, recorta las noticias malas del periódico antes de que su esposo lo lea por las mañanas, no se le vaya a agriar el desayuno.