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viernes, 5 de diciembre de 2008

Regalo de Navidad para Martin

Miré alrededor, sosteniendo un gin-tonic en la mano que sabía a rayos. ¿Por qué no aprenderían nunca los belgas a preparar una mezcla como dios manda? La gente andaba dándose codazos por conseguir una bebida. Mientras tanto, Valentín y Oliver se miraban de lejos y se odiaban. Lola discutía con Roger de política nacionalista, y él miraba por encima de su hombro, tratando de dar con alguna mujer que le aburriera menos. Amanda flirteaba con dos diplomáticos y un ministro, en las narices de su marido. Y todos hacían contactos y trepaban de rama en rama. ¿Quién iba a notar mi ausencia a estas alturas? Así que a pesar de mi enfado con ellas, noté cómo mis pies se dirigían hacia la sala de los abrigos, y de ahí a mi coche. Y mi coche enfiló por la rue de la Loi, después torció por el Palacio Real, y en dos minutos más me había plantado en la plaza del Sablon. Aparentemente los belgas tenían demasiado frío para festejar ese jueves, porque no encontré ni tráfico ni problemas de aparcamiento. Dejé el coche sin problemas en la plaza y me dirigí al bar de Richard.
Pero ya no estaban. Habían dejado una nota para mí al camarero. “Martin cariño, nos vamos a casa de unos amigos. Lo sentimos. Llámanos mañana prontito al Conrad. Quizá podemos desayunar en el Pain Quotidien a la hora que te vaya mejor. Pregunta por Linda, la camarera, ella tiene un regalo nuestro para ti. No te enfades, es por los viejos tiempos. ¡La noche es joven!”.
Me subió la sangre a la cabeza. ¿Cómo tenían tanta jeta? No habían madurado nada, ¡por todos los santos! Estaba tan enfurecido que no pensaba ni pedir mi regalo a nadie. ¿Linda habían dicho? Linda me debió ver la cara de desolación, porque vino una chica llamada así con un paquete para mí.
-Me dijeron que primero le diera la nota, y después este paquete.
-Gracias... ¿Linda?
-Sí, soy Linda. Parece contrariado. Le pongo una copa.
-No, déjelo. O sí, póngame un gin-tonic.
¿Qué hacía? ¿Lo abría, o lo tiraba al primer basurero a la salida? Por otra parte, era un detalle. Yo mucho pensar en ellas, pero la verdad que no les había traído ningún regalo. Me fui animando con la idea de que yo sí que contaba para ellas. ¿Con quién más habían pensado para ir a desayunar? ¿Y lo del regalo? Era un paquete abultado y de formas sinuosas. Y estaba blandito. No sabía si abrirlo allí o dejarlo para más tarde. La camarera y los otros dos barman no me quitaban el ojo. Debía de parecerles un tipo curioso, con mi traje de esmoquin y aquel regalo. Por otra parte, lo de ‘no te enfades’ me hacía sospechar. Finalmente, mis siete copas por encima de la media hicieron balance a favor de abrirlo, y así, además, dejar descansar la curiosidad de los empleados del local.
Desembalé el paquete sin tijeras. Ponía que podía dañarse. Invertí unos cuantos minutos porque estaba lleno de cintas adhesivas por todas partes. Debajo del papel de regalo había todavía unos plásticos aislantes, pero ya comencé a enrojecer porque vislumbré el contenido. Muy dignamente iba a pagar mi consumición y salir del Chez Richard lo más rápido que pudiera, pero la nariz de Linda, la camarera, ya se había interpuesto entre mi regalo y yo, de modo que o lo abría o lo haría ella a mordiscos. Los gintonics que llevaba entre pecho y espalda inclinaron la balanza hacia el sí, continúo.
Entonces se acabaron los plásticos y quedó desenfundada, como me temía, una mujer de goma de silicona, de metro setenta de altura. Llevaba aparejada una carta que me guardé en el bolsillo. Los ojos de Linda casi se salieron de sus órbitas, no se atrevía a decir nada. Por mi parte, no sabía cómo comportarme. Mi femme fatale llevaba un vestido fucsia de tirantes, muy apropiado para los diez grados bajo cero que había en la calle. En un rápido mirar y no mirar, me fijé en su pelo largo y ondulado, color canela, y en los ojos de miel que tenían una expresión ausente. No podía seguir allí más tiempo con una acompañante como ésa. Tenía que largarme con el resto de dignidad que me quedase, así que pagué la consumición con un billete de veinte y, sin esperar el cambio, salí por la puerta antes de que Linda y los demás pudiesen reaccionar. A mi amiga de silicona la cubrí con mi abrigo hasta el coche. Primero pensé en transportarla dentro de los papeles, como si fuera un paquete, pero era demasiado complicado volver a empaquetarla y no quería perder más tiempo, así que la así por la cintura como si fuera una mujer auténtica y la arrastré literalmente hasta el coche. Quería aparentar normalidad, por si ellas estaban observándome desternilladas de risa desde alguna esquina. Me la habían metido doblada, pero no sabía si estaba enfadado o estaba contento.
Una vez frente al auto, la subí al asiento del copiloto como si tal cosa, y le até el cinturón de seguridad por si las moscas. Encendí el motor y la calefacción, y recordé que el paquete traía un sobre que metí en mi bolsillo de la chaqueta. Saqué el sobre y lo rasgué con bastantes nervios. Era de una empresa, y decía lo siguiente: “¡Felicidades! Sus amigos le han hecho un regalo que usted no olvidará jamás. Sentirá el contacto de su muñeca verdadera más real que el de una mujer de carne y hueso, y al mismo tiempo podrá desatar con ella todas sus fantasías, que ella hará realidad. Disfrútela en sus próximas veinticuatro horas. Después, al igual que una princesa, desaparecerá de su vida sin que usted tenga que preocuparse de nada más. Si quiere volver a verla, no tendrá más que contactar con nosotros. Que ustedes lo pasen bien.” Luego venían unas cuantas páginas de advertencias y garantías, que me salté sin salir de la perplejidad.

No daba crédito. ¿Me habían regalado una muñeca por horas? ¿Como si me hubieran contratado una furcia? Primero me enfurecí y quise sacarla de allí y devolverla al bar, de donde nunca debió salir. Nunca debí aceptar el paquete. Después me la quedé mirando. Estaba tan quieta, tan ausente, asomando por debajo del vestido fucsia unas piernas que ya las quisiera pillar una mujer auténtica. Y la melena larga, suave, ondulada, de caramelo. Le cogí la barbilla con la mano, y volteé su cara hacia la mía. Tenía unas articulaciones perfectas, giraba el cuello como una persona de carne y hueso. Y de pronto me miró. Ya no parecía ausente, sus ojos también tenían el color de un caramelo, y parecían decirme algo, sólo que todavía no sabía el qué. Veinticuatro horas. Era vergonzoso, pero… ¡qué demonios! ¿Cuándo había visto yo una monada como ésta en mi coche? Bueno, sí que había visto una, pero mejor no recordarla. Y esta, esta era mía por un día entero. Y todos los días que quisiera en adelante, si estaba dispuesto a costearla. Por Dios, también puedes conseguirte una furcia de pago por un precio, me dije. Sí, ¿pero es que las mujeres de verdad no cuestan dinero? ¿Acaso no comen, cenan, van de compras, quieren que las invites? Y encima, no paran de hacer preguntas fastidiosas y de dejarte tirado cuanto más te gustan. Estaba decidido, me la llevaba a casa. Así que puse la primera, y salí del parking del Sablon en dirección a la rue Americaine.
La calle seguía desierta. Ni un alma y no eran apenas las doce. Pero al día siguiente se trabajaba, y esto no era Madrid. Discurrimos en silencio los próximos kilómetros. Yo estuve tentado de hablarle dos o tres veces. La miraba de refilón y me parecía que en cualquier momento ella diría algo, o se encendería un cigarro, o quizá pondría la música más alta. El tipo de cosas que hacen las chicas que se montan en el auto de uno en la primera cita. Pero no hizo nada de todo eso. Continuó mirando al frente, distraída e inmóvil en su posición.
Llegamos por fin al garaje de casa. Estaba cerrado y no encontraba las llaves, así que llamé al portero de noche. Afortunadamente lo había, y vino al poco rato para abrirme la puerta metálica. Me preocupaba que viera una dama hierática a mi lado, pero él lo único que vio fue una bonita melena y un escote asomando por debajo del abrigo. Así que puso una expresión de complicidad y me sonrió mucho más abiertamente que otras veces. Es deprimente que los hombres se hagan guiños entre ellos en este tipo de situaciones, pero por esta vez me alegré de aparecer como triunfador a sus ojos. Me había llevado al huerto a un pedazo de mujer discretamente despampanante. Y que fuera sintética casi era lo de menos, sobretodo si sólo lo sabía yo.
-Bueno, ¿y ahora qué hacemos?- le dije a Paola al entrar por la puerta. En la carta que me habían remitido junto con la muñeca decía que se llamaba Paola, salvo que yo quisiera ponerle otro nombre que me gustara más. Pero tampoco era cuestión ahora de cambiarle el nombre, para veinticuatro horas que íbamos a estar juntos. Tendré que poner una excusa mañana en el trabajo, pensé, porque las 24 horas no excluyen los horarios laborables, pero bueno entre la fiesta y demás, mañana no es un día clave para mi puesto de trabajo.
-¿Te pongo una copita? Por eso de que me acompañes y rompamos un poco el hielo, Paola. Sí, te pongo una copita. ¿Quieres que abramos un champán? Yo creo que esta es una buena ocasión para descorchar una botella de Moet Chandon. ¿Qué más se puede pedir? Ahora vengo, te dejo con un poco de música de jazz.
Fui a la cocina y descorché una de las últimas botellas que me quedaban de la Navidad pasada. En la Comisión no eran tan desprendidos como en el despacho, así que este año nos habían regalado dos Moet Chandon y dos tarrinas de foie por persona. No era para lanzar cohetes, y yo de todos modos organizaba pocos saraos en casa, así que todavía tenía los obsequios intactos. Volví al salón con dos copas de cristal y una botella recién sacada de la nevera. Cuando iba por el pasillo temí que mi sueño se hubiera desvanecido y que el salón estuviera tan vacío como siempre. Aceleré un poco el paso con un ligero nerviosismo, porque aunque quería aparentar normalidad y desenvolvimiento, estaba más aturdido que un niño en su fiesta de cumpleaños.
Ahí seguía Paola. Tan callada como antes. Pensándolo bien, aquello tenía una dimensión importante de patetismo por lo que a mí respecta. Sin embargo, yo estaba inexplicablemente contento y agitado. Serví dos copas y puse una entre sus dedos. Los dedos también tenían articulaciones, y se ajustaban maravillosamente al cristal. Levanté su brazo y brindamos mirándonos a los ojos. Estuve a punto de besarla en ese momento, pero me corté. Tenía los labios carnosos y abundantes, si es que era un sueño de mujer. Pero necesitaba dos o tres copitas más antes de besar la silicona. De los gintonics no quedaba ni rastro en mi cuerpo. Le toqué la piel mientras tanto con las yemas de los dedos, y tengo que admitir, por muy penoso que me pudiera parecer, que tuve una fuerte erección.
La noche iba asombrosamente bien. Y por vez primera, yo llevaba la iniciativa y decidía cuándo, cómo y dónde. Paola seguía dulcemente todas mis indicaciones.
De repente, y mientras le acariciaba el pelo a Paola, me quedé pensando en Oliver. Hay que ver cuántas veces se juzga a un hombre por sus actos, y no piensa uno en la posibilidad de calzarse sus zapatos. Si pudiera rebobinar la cinta, volvería a vivir diez años atrás, cuando todo estaba por empezar.

1 comentario:

Irene dijo...
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